Culminado el trayecto en que la Carrera del Darro se encajona por las largas pantallas de los edificios religiosos, el paseo se abre de nuevo al barranco que aprisiona el cauce del río contra las inclinadas pendientes de la colina de la Sabica. Por encima de él asciende el bosque de San Pedro del que emergen, como una corona sobre los árboles, las torres del Palacio Rojo.

 

En este peculiar paraje, se nos presenta de inmediato frente a la portada de la iglesia de San Pedro una grácil placeta con pretil, que se ha configurado a partir de un muro de contención que roba espacio al lecho del río y desde la que podríamos observar –si no estuviese siempre cerrada por una reja- con meridiana claridad dos estructuras de gran interés paisajístico y arqueológico: el tajo y el acueducto de San Pedro.

El primero de ellos es un accidente geográfico muy popular en Granada y que forma parte de su tradicional paisaje urbano. Sajado bajo la torres de la Alhambra produce la impresión de que podría desplomarse, poniendo en peligro la integridad del monumento nazarí.

 

Es un elemento muy documentado históricamente y parece ser que su formación no es tan natural como cabría pensar. Por un lado sería la corriente de agua la que socavaría la base de la ladera del monte de la Sabica, obligada por la construcción de la dársena sobre la que se eleva la iglesia y, por otro, la explosión en 1590 de de un molino de pólvora emplazado en el lugar, que provocaría un derrumbamiento de la ladera.

 

Estos hechos parecen explicar también la existencia del acueducto de tres ojos que vemos difuso tras los arbustos. Antes de que existiera el tajo, al menos con la morfología actual, pasaba por aquí la acequia de Santa Ana o de Romaila -si nos atenemos a su nombre musulmán- que recogería su agua del Darro, para luego conducirse por el camino del Avellano y la ladera baja de la Sabica. La repentina formación del tajo destruiría un tramo de la acequia lo que obligó a realizar el acueducto para que la canalización pudiera seguir cumpliendo su función. Es, por tanto, una obra de finales del siglo XVI, pero que constituye uno de los pocos vestigios que se tienen de la existencia de la mencionada acequia.